Retrospectiva Bastarda: «La naranja mecánica» (1971), de Stanley Kubrick

Más de cincuenta años después, hay pocas películas que hayan suscitado la polémica más que La naranja mecánica (1971) dirigida por Stanley Kubrick. Hoy, quizás más que nunca, su supuesta estetización de la violencia y sus comentarios sociales siguen siendo chocantes y profundos, pero sobre todo, y como intentaremos ver en esta nota, especialmente relevantes.

Por @nicobarak

¿Cómo podemos definir la relevancia histórica de una obra? ¿Es la polémica un punto relevante al respecto? Quizás para intentar responder estas preguntas tendremos que, de buenas a primeras, aceptar la imposibilidad de abarcar la totalidad de la obra. Además de la polémica y sus comentarios sociales, La naranja mecánica es una clase de cinematografía, con un uso del color totalmente icónico, el pulso autoral único de Kubrick y con un sentido sonoro de avanzada y totalmente único en la historia del cine.

Todos estos elementos, increíblemente detallados y analizados en miles de notas previas, no serán tratados en profundidad en este análisis histórico, no con el fin de desmerecerlos, si no que con el fin de potenciar más aun el sentido político y social de una obra que, cinematográficamente hablando, definitivamente no se queda debiendo a nadie.

Pero si nos abocamos al análisis argumental de la obra, tenemos que volver un segundo hacia la parte técnica para entender algunos puntos. Uno de los elementos a analizar con esta lupa histórica es que esta película está dirigida por Stanley Kubrick, quizás uno de los directores con nombre y apellido más populares y renombrados de la historia. Pero a diferencia de algunas de sus obras anteriores y de prácticamente todas sus posteriores, en La naranja mecánica sucede algo muy particular, y para eso tenemos que hablar, aunque sea muy por arriba y haciendo un resumen algo vago, de lo que fue el cine de los 70 (y también el de los 60).

Hollywood a principios de los 60 comenzaba a tener enormes fracasos financieros. Había algo que se estaba gestando en todo el mundo, una sensación de que el sistema que hacía que todo el mundo funcione correctamente quizás no estaba justamente funcionando. Esta sensación general no tardó en ser respaldada por la contracultura, que poco a poco fue rompiendo los esquemas de sus propias reglas y, de alguna manera, siempre estando en oposición a lo “normal”. Lo establecido se convertía en el enemigo, y de esa manera se generaba, a su vez, un movimiento de gente “despierta”. El que podía ver como los medios de comunicación manipulaban a las masas era a su vez idolatrado y pasado a una figura de héroe, que como la sociedad con el diario del lunes puede ver, no siempre era así.

El caso Manson (la secta de Charles Manson y el asesinato de Sharon Tate) es quizás el ejemplo más claro de como la contracultura muchas veces se terminaba mordiendo la cola, pero la adoración de otras figuras menos nocivas como John Lennon también podrían ser planteadas como debatibles o poco coherentes con su propio sistema de reglas. El cine de finales de los 60, a pesar de comenzar a demostrar un poco esa autoconsciencia sobre el movimiento cultural que estaba sucediendo, muchas veces también carecía de esa autocritica. La liberación sexual o la revolución musical eran a veces meras respuestas a algo que, si, funcionaba mal, pero que por el otro lado esta nueva revolución no traía respuestas sobre un sistema superador.

El cine de los 70, ya post el asesinato de Sharon Tate y con la revolución hippie perdiendo algo de su misticismo, vendría a llamar no solo a la oposición ante lo establecido, sino que a la reflexión. Señalar algo que funcionaba mal no era suficiente. No habría culpables e inocentes. Los personajes “buenos” estarían repletos de errores, fallos e irreverencias, las cuales la misma película muchas veces señalaba como negativas. Es en ese contexto, en el comienzo de una década cinematográfica que iba a estar repleta de autocritica y personajes grises, donde estrena este largometraje de Kubrick.

Como decíamos antes, analizando entre las películas más conocidas del director, es difícil insertarlo en algún movimiento en específico. No cuesta mucho encontrar directores contemporáneos a Martin Scorsese, por ejemplo, que compartían decisiones, estilos e ideas de mundo. Lo mismo se podría decir de Steven Spielberg, o de John Carpenter. Es fácil trazar una línea histórica de Halloween (1978) con Pesadilla en la calle Elm (1984), por ejemplo, o de Tiburón (1975) con Star Wars (1977). En el caso de Kubrick, muchas de sus películas evaden estos movimientos. Uno piensa en el terror de los 80, y es difícil encontrar contemporáneos con ideas similares a las de El resplandor (1980). Su cine parece estar disociado de la realidad en la que vive, reconvirtiéndose de película en película y, también gracias a su reducida filmografía, nunca repitiéndose.

En ese análisis, La naranja mecánica parecería entonces ser un film que escapa de esa perspectiva historicista. Para 1971, el año en el que estrenaba, los temas que debate la película como la violencia, el conflicto social o la política estaban en boca de toda una generación cinematográfica. No hay ni que irse del año para encontrar en Perros de paja (1971), por ejemplo, otro film polémico e incomodo que replantea la violencia y las relaciones sociales. Entendiendo esto, uno puede asumir que simplemente ese análisis histórico, el de un Kubrick siempre distinto a sus contemporáneos, está equivocado en este caso.

Pero, y como ya hay tanto escrito sobre el film, vamos a intentar jugar un poco. ¿En qué se diferencia la polémica de La naranja mecánica con la de sus obras contemporáneas?

En cuanto a lo cinematográfico, podríamos decir que el estilo autoral de Kubrick es distinto al de sus allegados históricos, pero eso también se podría decir de decenas de directores en una época tan prolifera como la de los 70 en el cine estadounidense. Pero en cuanto a los temas, quizás podemos encontrar algo más interesante.

Kubrick comparte compromisos sociales con muchas películas de la época, pero su respuesta ante los mismos quizás es más difusa. A diferencia de algunas películas que señalan una clara sucesión de victimas y victimarios, en “La naranja mecánica” todos somos victimarios. Hay una ausencia total de la moral en el 100% de los personajes que aparecen en el film, y aunque por momentos uno pueda intentar señalar con el dedo a algún sector, ese dedo puede a su vez apuntar a miles de lugares más (y hacia si mismo también).

Como para ir a un ejemplo más concreto y claro, podemos ver en Joker (2019) una constante apuntada con el dedo a distintos sectores sociales, responsables de que el personaje de Joaquin Phoenix termine como termine. Un estado ausente en el tratamiento psiquiátrico, unos medios de comunicación que se alimentan de la tragedia, y un sector político que usa al joker como herramienta de campaña. Coherente con la época en la que vivimos (sin desmerecerla en absoluto, más bien como evidencia total de que el arte retrata y habla de las épocas en la que es creado), la película de Todd Phillips señala y busca razones para explicar por qué aparecen figuras como la del guasón en la sociedad.

En cambio, La naranja mecánica es mucho más difusa con esos conceptos. Mientras que en el Joker vemos como el personaje va “convirtiéndose” desde el comienzo del film de un ciudadano enfermo pero positivo y trabajador a un asesino maniático, la sociedad de la naranja mecánica ya parece arrancar perdida. El por qué sucede lo que sucede queda fuera de campo, está en el supuesto pasado de los personajes que uno puede intentar imaginar, pero nunca definir. La violencia de Alex y sus amigos, presente desde el comienzo del film, es ya algo que no depende de la corrupción policial o política. El mundo ya perdió.

Es en esa derrota total de la moral donde la película quizás más se aleje de algunas de sus contemporáneas. John Rambo (Rambo, de 1982) o Travis Bickle (Taxi Driver, de 1976) son de alguna forma victimas de una sociedad que los corrompió. Son frutos del declive. Acá, en cambio, no hay declive, sino que no parece haber rastros de humanidad. La familia de Alex, por ejemplo, es un desastre. No le demuestra cariño ni se preocupa por él. Su circulo social lo retroalimenta y potencia su violencia. El estado en vez de intentar solucionar el problema, lo politiza.

Los medios lo explotan, y hasta la religión, que es la única que en algún momento de la película se anima a criticar el experimento que quieren hacer en Alex para lavarle el cerebro es, paradójicamente, funcional a los objetivos finales. En un momento de la película, un cura de la cárcel rompe el silencio y comenta que le parece una aberración lo que están queriendo hacer con el protagonista, el condicionamiento psicológico para que Alex no pueda decidir. Ese mismo cura, unas escenas más tarde, está sentado junto a los otros sectores de poder, viendo y evidenciando el éxito en el “tratamiento”. Sus palabras ya pierden peso, y son directamente funcionales al discurso del político que impulsa este nuevo tratamiento. Parecería que el retrato afilado de Kubrick plantea a la religión como los eternos señaladores del mal, que a su vez a pesar de señalarlo lo sostienen desde su silencio y su inacción.

Realmente, si uno ve la película con esa lupa, todos los personajes que aparecen en el film son villanos. Nadie es responsable de la perdida de algo que ya no existe hace mucho tiempo en la sociedad de este film. Los personajes grises de los 70 acá están más oscuros que nunca. No son siquiera grises, son negros.

Ese anaranjado oscuro que retrata Kubrick, esa derrota histórica, es probablemente lo más relevante para el análisis actual. Más de cincuenta años después, mucho de lo que Kubrick señala como perdido solo ha empeorado. La búsqueda de culpables, más firme que nunca, solo parece encarar hacia el fracaso, y ya se ha visto como el que señala hoy, probablemente sea señalado mañana. La respuesta del director, como gran artista, es poco clara. Es quizás con los elementos que deja el film que uno puede debatir, reflexionar y cuestionar a la sociedad en la que se vive.

Un asado, una merienda o una charla con amigos. Una salida a comer. El cine de los 70 era, en pocas palabras, eso. Era llevar temas y problemas filosóficos y políticos que antes eran de “la clase alta” y “los intelectuales” a las grandes masas. Era, y es, el entender que el espectador puede, y debe, reflexionar sobre lo que ve. Criticarlo. Hasta oponerse. No hay cosa más interesante que enfrentar a dos personas con ideas totalmente opuestas sobre una película a que debatan, porque en lo que debatirán a fin de cuentas es algo más que en si Alex debía o no seguir con sus amigos violentos. Debatirán de cómo construir una sociedad mejor.


  • Título original: A Clockwork Orange
  • Año: 1971
  • Duración: 137 minutos
  • País: Reino Unido
  • Dirección: Stanley Kubrick
  • Guion: Stanley Kubrick. Novela: Anthony Burgess
  • Música: Wendy Carlos
  • Fotografía: John Alcott
  • Reparto: Malcolm McDowell, Patrick Magee, Michael Bates, Adrienne Corri, Warren Clarke, John Clive, Aubrey Morris, Carl Duering, Paul Farrell, Clive Francis, Michael Gover, Miriam Karlin y James Marcus
  • Productora: Warner Bros., Hawk Films

Gran Bretaña, en un futuro indeterminado. Alex (Malcolm McDowell) es un joven muy agresivo que tiene dos pasiones: la violencia desaforada y Beethoven. Es el jefe de la banda de los drugos, que dan rienda suelta a sus instintos más salvajes apaleando, violando y aterrorizando a la población. Cuando esa escalada de terror llega hasta el asesinato, Alex es detenido y, en prisión, se someterá voluntariamente a una innovadora experiencia de reeducación que pretende anular drásticamente cualquier atisbo de conducta antisocial.

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