
“Trono de Sangre”, de Akira Kurosawa, resulta un excelente ejemplo para emprender y vislumbrar las relaciones que establece el cine y la literatura, siguiendo los preceptos de la teoría autoral. Esto quiere decir, analizando los medios artísticos y narrativos utilizados por el autor oriental para apropiar la obra de William Shakespeare, teniendo en cuenta que el artista traslada la historia original del malogrado guerrero desde la Escocia medieval al Japón feudal del siglo XVI.
Por @Maxi_CDC83
Todo momento en que nos adentramos en la reescritura de una obra, pensamos acerca de cómo abrazar el personalismo de la autoría a los diferentes procesos de transposición y adaptación de la ficción, estableciendo -según su discernimiento, pérdidas y ganancias- la práctica conceptual de la puesta en escena al tiempo del pasaje hacia un lenguaje multidimensional como el cine. Y, sin perder de vista nuestro eje sobre política autoral, el emblemático caso de “Trono de Sangre” nos sirve para examinar las problemáticas que implica una transposición de una obra literaria o de otras fuentes a una obra audiovisual, donde el eje del problema es la “voz” autoral.
De sus varias adaptaciones a la gran pantalla -que van desde Roman Polanski en 1971 a Justin Kurzel en 2015- “Macbeth” encuentra una singular transposición en manos de un cineasta tan emblemático como Kurosawa. Brutal y de naturaleza dispar a la obra original de Shakespeare, “Trono de Sangre” (1957) es la menos fiel, pero sin duda la más terrible a nivel psicológico. Resulta impostergable pensar en estos términos, observando la relación que establece Macbeth (en la piel de Toshiro Mifune, actor talismán de Kurosawa) con su esposa, una Lady Macbeth (Isuzu Yamada) tan calculadora y delirante que se convierte en el centro de un relato fatalista acerca del auge, caída, ruina y desgracia de aquel que detenta de forma amoral el poder.
Trasladar una historia al corazón de la cultura japonesa supone un riesgo que resulta una asimilación perfecta de una obra dramática occidental. En definitiva, una apropiación con la que Kurosawa logra devolvernos este impiadoso cuento japonés transformado con el tiempo en un film universal que en nada desmerece de la historia original. La labor del autor se cumple a la perfección, convirtiendo este ejercicio, por mérito de su genio fílmico, en visible y comprensible al mundo occidental. En otras palabras, lo que consigue Kurosawa es romper con la milenaria y críptica tradición de las historias feudales y sus códigos de respeto y honor.
Está claro que “Trono de sangre” es la versión más alejada de lo estrictamente escrito por Shakespeare. El director nipón muta el texto y cambia pasajes para construir un “Macbeth” cuya fuerza radica en la imagen y en el plano seleccionado, en contraste de la también memorable versión de Orson Welles, estrenada en 1948. No obstante el autor nipón tergiversa el espacio físico geográfico, introduciendo notables variables, el Macbeth de Kurosawa supera el desafío de toda adaptación: ser fiel al texto original. Labor que cumple con creces gracias a la sutileza con la que maneja temáticas atemporales y universales, respetando el espíritu de la obra.
El autor concibe una brillante adaptación de un clásico, siendo fiel a su propia visión autoral, que encuentra en Shakespeare y la hondura dramática de su obra, el territorio fértil para la reescritura, allí donde explorar ese micromundo plagado de ansias de poder, celos, sexo, traición, honor y venganza. Shakespeare, es la esencia teatral del mundo occidental, aún revisitado por los artistas más variopintos, pensemos en el matiz intertextual que posee una obra de la profundidad de “Trono de Sangre”. La pertinencia de Macbeth reside en una tragedia universal en permanente conflicto con los ideales que denuncia: el plan de venganza como hilo conductor funciona como disparador para cuestionarnos sobre la naturaleza intrínseca de estos personajes, que han inspirado una obra vigente a lo largo de los últimos cuatro siglos. Quizás la explicación se encuentre en que todos –precisamente- llevamos dentro esa herida ancestral: el dilema de la existencia, el enigma permanente sobre un interrogante tan antiguo como el hombre mismo.
Es válido preguntarnos, en dónde radica el poder de esta obra, absolutamente atemporal, que permite que se la siga representando, bajo diferentes contextos culturales, históricos y sociales y, aun así, sonar tan urgente, tan en sintonía con los conflictos que representa y encuentran su eco presente. La naturaleza imperfecta del hombre que ha plasmado la tragedia griega –lujuriosa, ambiciosa, avara- se vislumbra en la trayectoria trazada por Shakespeare y su dramaturgia inglesa: el egoísmo sin límites, la sed de poder y su profundo temperamento malvado son marcas autorales que el autor inglés ha transitado en su obra. Basta mencionar ‘Hamlet’ u ‘Otelo’, para internarnos en la perversa psicología humana; el deseo de venganza y dominación que acompaña al alma humana por los siglos de los siglos.
“Trono de Sangre” reconvierte una tragedia humana atávica y un brillante Kurosawa capta a la perfección el sino funesto de esta historia. Ante la pasión que Macbeth suscita, este clásico nos invita a revisionar sus virtudes cinematográficas, volviendo la mirada al presente y redescubriendo lo imperecedero de estas obras. Figura insoslayable del canon literario occidental, Shakespeare continúa siendo necesariamente auténtico, tamizado por la mirada del autor oriental más universal del siglo XX.
Título original: Kumonosu-jô
Título alternativo: Throne of Blood
Año: 1957
Duración: 110 minutos.
Dirección: Akira Kurosawa.
Guión: Akira Kurosawa, Ryuzo Kikushima, Hideo Oguni, Shinobu Hashimoto (Obra: William Shakespeare).
Música: Masaru Sato
Fotografía: Asakazu Nakai
Intérpretes: Toshirô Mifune, Isuzu Yamada, Takashi Shimura, Akira Kubo.
Productora: Toho / Kurosawa Production Co.
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